ECO PENINSULAR
• Psicoanálisis en la breña.
• A mis viejos, a mis hijos y nietos, a mis compañeros.
Alfredo González González.
Rasgó como el rayo en la tormenta, el recuerdo que lo hizo viajar en las noches del pensamiento de un pasado que cada vez se vuelve presente. Evocó la figura del viejo roble, montado en un cuatroalbo y sin hablar observaba una contracción facial que parecía sonrisa abrigado por un enorme bigote y ojos que parecían rayitas que le servían para escudriñar el entorno y el alma de los hombres.
Tata Valente había crecido entre los matorrales y sobrevivido con el pensamiento de como cuidar y darle seguridad a sus hijos y a sus nietos.
Un rancheron de esos buenos como el pan, respetuoso de Dios y la amistad, convencido que cuando daba la mano lo hacía hasta la empuñadura. De poco hablar, cuando lo hacía era para poner orden y reflejaba la enteca figura del Quijote de la Mancha que lo hacía expresar su físico en su ser y figura propia.
No importaba, era auténtico. Jamás esgrimió una ofensa y cuando alguien le decía que no era bueno no olvidarse de las cosas, solo contestaba: Nuestro señor también fustigó en el templo a latigazos a quienes hicieron de su casa una oración, un comercio y con ello manifestaba su repudio a los hipócritas y fementidos, no olvidada nunca y decía, equivocado o no, que era un hombre cabal, creyente, y solo engrandecía a la bondad, la amistad y el respeto.
Agregaba: Defiende lo tuyo, a tus hijos y amigos, lo demás es basura y ofensa sin final.
Así era Tata Valente González García, sabía esperar, pero no por la patológica esperanza que le fuera mal a quien no solo hizo trizas la amistad sino de sinceridad y en nada se parecía al animal cuya fiereza gustosa destroza los sentimientos de los demás.
-Hay que juntar ocote para esta noche.
– ¿Es algo así como el incienso?
-Así mero.
-Ya va a obscurecer Tata.
-Águila pues, hay que darle otro varejonazo al macho.
Esa noche, humeaba el ocote bañando con su humo una imagen sagrada. 2 velas y el sonido de quienes degustan los buñuelos, un trozo de gallina frita en mantequilla de rancho, con un pan blanco, fresco y una sopa fresca que por cierto me la ha prometido hace 3 años mi buen amigo Eduardo Salgado.
La oración del Tata era: Quiera Dios que el año entrante sea mejor. Las figuras se reflejaban a la luz de una lámpara de petróleo que se encendía en ocasiones especiales. En la pared colgaba la cuera, el sombrero parecido a los que usaban los jesuitas, sus polainas y la vieja carabina venadera, sin faltar la faja cuera tan necesario en estos tiempos para darle de ramalazos a los hocicones.
Atrás quedaba el rancho de “El Veladero”, lugar donde había nacido y hoy diremos que no recordamos si está sepulto en el rebalse. Que esto sea el homenaje para nuestros viejos, porque al no olvidarlo no somos prisioneros para permitir que la ofensa y la diatriba contamine a la gente de respeto.
El silencio del monte es la sinfonía de los que deseamos vivir en paz y la permanente actitud de desprecio para quienes no pueden hilar tres cuatro frases, justificándose en: “Desconfío de los que escriben bonito”. No hay belleza en las reflexiones sinceras, sino el amor para los que nos dieron fe y esperanza.
Antes de dormir, salíamos a la vieja ramada y con los enormes dedos señalaba a una estrella que cada vez se hacía más grande en el oriente.
Diría el tata: Ese lucero que ven ahí fue el que guió a tres poderosos que, pese a su fuerza y sus riquezas, se arrodillaron ante el hijo de Dios que había nacido en Belén.