- Camilo: Dedicado al Quilliquito, QEPD.
Se me murió mi hijo, me comentó el “Quilliqui!”, un hombre de trabajo. Atribulado lo consolé, aunque el que lleva el madero en las espaldas sabe el peso de su pena. Por ello queremos dedicar este trabajo a la memoria de Quilliquito II y que goce de la luz de nuestro querido señor.
El Araguan cruzó la bahía. Un matrimonio y un niño de diez años llamado Camilo, los acompañaba. La suerte no les sonrió y al poco tiempo el matrimonio falleció en un accidente, dejando en el abandono a aquella criatura que empezó a deambular por las calles estrechas del puerto.
Había llegado el mes blanco, el de las sonrisas, el de las ternuras, el de festejar el renacimiento de un ser que daría paso a una nueva era. Si bien es cierto que había gente bondadosa, había quienes olvidaban la sagrada expresión de echarle la mano a los desheredados de la fortuna, que eran como los globos fofos, relucientes por fuera y flotando como pavo reales olvidándose de la pobreza. Camilo era una de sus víctimas. Se le miraba pegando su rostro en los grandes escaparates donde se exhibían manjares. El grito del dueño gordo y aceitoso se escuchaba: ¡ea! Fuera de ahí. El niño se alejaba dejando opaco el cristal con las lágrimas y el polvo de su rostro.
¿Dónde había más mugre? En la huella del dolor callado de un inocente o en el fango de un burgués criollo. Que al aumentar su cintura no recuerda a quienes menos tienen.
Se acercaba la hora del “lonchi”, con los estibadores de la CROMC. Alguien le daba un pedazo de carne, otro la tortilla y algunos más el trago de café y el que no, unas monedas fraccionarias. Todos ellos hombres rudos, malhablados pero con un corazón tan grande como era su nobleza. Cuando la tarde iba muriendo junto con el crepúsculo, Camilo preparaba su recámara, toda para él, la arena blanca donde hacía una fosa para acostarse y cubrirse con la arena, tenía como techo la bóveda celeste y evocando a sus padres rodaban dos perlas por sus pálidas mejillas. El hambre lo estaba minando. Una tos recurrente, seca, era sistemática de un problema grave pulmonar. ¿Por qué él no podía sonreír como los niños bien abrigados, de mejillas sonrosadas y tomado de las manos de sus padres? ¿Alguien le podría explicar porque él, precisamente él, pasaba el viacrucis de no tener a nadie, ni siquiera un poco de comprensión?
Finalmente llegaba el día 24 de diciembre, difícilmente podía guardar el equilibrio. Escuchaba música estridente pagada por gentes que con un solo acto de amor podrían haberle dado la felicidad de la salud. Cuando ya no pudo más, se recostó en el tronco de un pino. El viento helado que soplaba del norte le movía sus cabellos rizados de un lado a otro, pero Camilo ya nos sentía. Sonaron 12 campanadas y aquella criatura volteó su carita a hacia su lado izquierdo y se quedó dormido para siempre. En tanto había gente que se abrazaba, casas con ricos manjares y bellamente decoradas las mesas y afuera quedaban los restos de una criatura que moría con una sonrisa de tristeza en el rostro.
De pronto un haz de luz iluminó al cielo. Y produjo el temor en muchas consciencias. Dos figuras aladas bajaron lentamente. Lo tomaron por los hombros y por esa inmensa vereda luminosa se elevaron. Se escuchó una voz suave, tersa llena de amor, que se escuchó en todos los confines: ¡Pasa Camilo, esta es tu casa! ¡Yo soy tu verdadero padre! ¡Feliz navidad hijo mío! algún día regresarás y lucharás por los que nada tienen y volverás también a arrojar a los mercaderes del tiempo.