Eco peninsular
• La carta que no pudo quedar en el tintero. en memoria del Maestro Ramón Márquez Orozco.
Alfredo González González.
Querido compadre y hermano: cuando alguien inicia el camino largo, lejano, se advierte en forma imperceptible una luz que como un faro pone proa al peregrino y la máquina del tiempo se detiene y marca un retroceso de casi 60 años, toda una vida.
El teléfono sonó lánguido, la noticia corría por la hebra electrónica del domingo anterior a las 5 de la tarde. Era la Laurita Castillo Calderón: Ramón Márquez Orozco finalmente después de una lucha, había fallecido.
Recuerdo aquél 12 de octubre de 1961. Después de deambular por ejidos me daban un cambio a San Felipe al sur de Mexicali. Acepté gustoso porque se empezaba a tejer parte de nuestro destino.
En un viejo camión que hacía la ruta, conducido por un cabeño llamado Raúl Márquez, nos bajamos frente al restaurante corona propiedad de otro gran amigo, Luis Cárdenas Corona, ahí estaban Ramón “el mono” Márquez Orozco, Jorge Castillo Cota, Eduardo Galindo Domínguez, e Ignacio Miranda Gutiérrez, todos ellos fallecidos y al transcurrir del tiempo habíamos sellado con el compadrazgo la hermandad indivisible.
Sé que no leerás esta misiva pero en tu caminar por la galaxia sentirás los efluvios y también el recuerdo de aquellos sábados gloriosos en que degustábamos la carne asada y mucha cerveza y que por poquito echábamos a perder al sacerdote del lugar el padre Eliseo, cuando se empujaba, tres, cuatro, y hasta cinco cervezas y aceptaba el chascarrillo con temas no muy colorados referente a los hombres de sotana.
Tenías el porte altivo de tu señora madre, con reflejos firmes del indio pericú y la sólida personalidad del reventar de las olas del bronco pacífico todosanteño.
Fuiste un maestro ponderado, nos decías que la enseñanza es efectiva cuando se practicaba con los alumnos los que se les decía, por eso impulsaste el deporte, los concursos del mejor salón en su arreglo y decorado y tu espíritu se conserva intacto en el acto semanario de los honores a la bandera.
Tu sentido humanista hacía ceder el gesto facial de la dureza que deseaba esconder que eras un ser extraordinario, humanista, y por ello nunca aspiraste a la perfección.
En mi casa todos te quieren bien y te vamos a extrañar. Perdóname por no haberme trasladado hasta Mexicali y escuchar los acordes a medida que bajaba tu sepulcro, “Tierra de mis amores”, “entre sierras y montañas bajo de un cielo azul, esa es mi tierra, tierra de mis amores, un rinconcito para descansar en paz”.
Discúlpame compa y con todo respeto te digo que tú tampoco asistirás cuando me toquen peregrina, pero finalmente, estamos a mano, solo espero que el gran arquitecto del universo te conceda la paz eterna.
¿Recuerdas cuando estando de visita tus padres y al inicio de las primeras horas de la madrugada el silencio de la noche era rasgada por tu voz bien timbrada para darles el obsequio de una serenata con la melodía “Flores Negras”? Y en seguida hacíamos el dúo para entonar con sentimiento aquello que decía: “Yo he visto el invierno volar avecillas”.
Las estrellas frías y los pescadores que habitaban en las estribaciones comentaban en el café matutino, que buena voz tiene el “dire”.
Te llevas la camaradería, el sincero afecto y nos dejas el ejemplo sublime de la amistad y la hermandad que no conoce de la ley de la ventaja.
“Más trajo el invierno la niebla sombría, la rubia mañana llorosa se fue, se fueron los sueños y las golondrinas y las golondrinas, se fueron también”… Siempre.