ECO PENINSULAR
• La virtud de Plutarco Montaño
• Sembró amistad y cosechó afectos.
• 20 años fue tiempo suficiente para conocerlo.
• Cuando un amigo se va.
Alfredo González González.
Sabíamos que su problema de salud era irreversible. Había sorteado al destino por dos ocasiones: La primera cuando en un trasplante renal salvó la vida de su hermano Gerardo. Después enfrentó un cáncer y durante un año salió limpio de los análisis que le practicaban.
Finalmente la parca acechaba y al practicarle lo contundente apareció una fibrosis pulmonar contra la que luchó un mes aproximadamente. Cuando las condiciones permitieron, nos comunicamos vía celular con él.
Después lo hicimos con su hijo Plutarco y finalmente con su esposa. El viernes santo decidí ir a visitarlo y en las condiciones en que se encontraba el diálogo se convirtió en monólogo. Le acompañé breve minutos, oré por él y ahí me despedí.
Durante 20 años fue mi chofer, secretario privado, ayudante personal, siempre solícito, hacía todo el trabajo con alegría, serio y a últimas fechas recordábamos los recorridos por el interior del mercado de la Bravo tomando dos o tres bolsas para depositarlas en mi automóvil. Toda la gente lo catalogó como caballeroso y respetuoso, cedía su asiento a todos, especialmente para los que tenían problemas de locomoción.
Ejemplos de amistad, lealtad, lo vamos a extrañar.
Atrás van quedando los recorridos, desde Los Cabos hasta la cabecera del municipio para llevar las primicias de los informes municipales. Poco disfrutó de su merecida jubilación y con justicia se le reconoce sus atributos al despertar del sueño de la vida.
Deja una esposa leal, hijos formados y una apreciación también generalizada, hombre cabal y de hombre franco.
La barca despegó y el piloto izó sus velas, viaja hacia el eterno oriente, aquella otra orilla donde le espera Don Arturo y Doña Corina así como Gerardo y todos sus familiares.
Viajarán juntos por el océano cósmico, la luz de las estrellas son sus guías y allá le esperarán los brazos de sus familias ya marchadas, y amigos también muy queridos, le esperan para el convivio eterno.
Un epitafio propio de su personalidad sería, el fragmento de una composición combinada como una oración eterna:
Cuando un amigo se va
Queda una brasa encendida
Que no la puede apagar
Ni con las aguas de un río.
Tú siempre fuiste un adiós
Un brazo en alto
Cuando quisiste quedarte
Vino la noche y te llevó con ella.
Quedan los asientos vacíos en el café, de Florentino, Siqueiros, Ricardo Santos, y muchos otros más que hicieron de la amistad un altar, de compañerismo, de afecto por la hermandad recíproca. Se van diluyendo las siluetas, y se reduce el número. Se extraña el no verlos, porque siempre era un tónico cotidiano y un sentimiento de hermandad.
Hoy, Plutarco ingresa al catálogo de los ausentes, se le va a extrañar, por su forma de ser, con lo que nos enseñó que fueron muchas cosas. A su familia, el afecto de siempre, el cariño de hermano y una cristiana resignación.
La oración se va por entre la cañada, los mares, las montañas y nos deja el mensaje de nuestro señor:
Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre….