Alfredo González González.
Había sacado de su estuche el arma modernizada con mira telescópica y afinado por un armero un viejo amigo que había mantenido el Winchester 73.
-¿Qué haces? Interrogó Cimarrón.
-creo que vamos a necesitarlo.
-ya estamos viejos, terció Halcón.
¡Viejos los cerros y todavía echan palos! Diría Don Domingo Carballo, remató el 73.
Cimarrón y Halcón del atardecer conocían aquella mirada con destellos de inocencia, fiereza, sed de algo. Nada bueno está por venir, dijo uno de ellos. ¿Te fijas el paso felino y el arma acostada sobre el hombro? Se habían puesto cita en un punto de bahía Kino, Sonora, equidistantes de las otras tantas regiones de donde procedían. Pensativo Winchester evocaba aquella noche de junio de 1913, cuando en una casa modesta en una ranchería 28 kilómetros de la capital de su Estado se habían reunido con la rancherada. Había muerto un caudillo y se reanudaría la hostilidad. ¿Había servido de algo la muerte de un millón de compatriotas? Recordaba los movimientos sociales que encabezó en los frentes Políticos y el remate de un pueblo histórico. Ya nada quedaba. Ediles ladrones que se pitorreaban. ¿Qué hacer? Y tú, en tus pueblos preguntaron a Cimarrón: Allá, contestó, gobierna un sujeto que se metió con los Yaquis por la presa del novillo y se mandó a construir otra particular. Y tu Halcón, es de pensarse, respondió que los 43 padres de familias agraviados, se reunieron con los zapatistas por la desaparición de sus hijos, pero además todos los gobernadores de la nación Yaqui estuvieron presentes así como los representantes de las etnias, que por cierto, uno de esos jotos de Harvard se burló de ellos. ¿Hay razones para estar tranquilos? Hay vicios ancestrales que se juntaron y quieren pasar la factura al hombre del bastón del mando, dijo Winchester y eso no se vale. No nos irán a mandar llamar, dijo uno de ellos. ¡No! Dijo el 73. Porque se piensa que la juventud va a dar solución a todos los problemas. Es posible dijo Halcón pero ya había tomado su arma automática. Si pues, terció el otro personaje, haciendo lo propio y revisando la mirilla y calibrando el cañón. Coincidían en que la violencia no resuelve nada. “No me explico cómo habiendo tantos hombres buenos, no acaban con los malos” (SIC).
Yo viví en una casita de madera marcada con el número 3, dormíamos con las puertas abiertas, así como sus ventanas, y había quienes lo hacían en sus banquetas. Hoy si lo decimos corremos el riesgo que nos digan: ¡Pinches viejos pendejos! ¿Qué hacer? ¿Cómo actuar? Vamos elaborando un comunicado a la Nación, a los jefes de familia donde brevemente digamos que, aceiten sus armas y duerman con ellas debajo de sus almohadas.
Se quedaron dormidos y ya avanzado el crepúsculo, mientras la suave brisa del alto golfo arriaba a las olas agónicas, con un último mensaje de paz, de fe y de esperanza.
Que lejos se nos hacen ahora las palabras de aquel ser sublime cuyas huellas parecen irse borrando por el polvo de la perversidad, la inquina, el crimen, el cinismo, y hasta aquellos que en los tiempos que vivimos piensan en sus intereses personales, porque al final del camino hasta con los que no estuvieron ni están han podido ser ganones y ganonas. Casi es imperceptible la voz sublime: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres (y mujeres) de buena voluntad… Pero nunca lo entendimos y el género humano lo ejecutó.