- Una paradoja.
Alfredo González González.
Originalmente este trabajo lo quise hacer poema, pero el ritmo de las líneas no la sentí adecuadas y tampoco armónicas. Está dedicado a un personaje que es parte del paisaje cotidiano de los cafeseros de la Bravo.
Lo observo, extraviado en su mirada, hundido en los recovecos de un recuerdo que pienso le oprime las entrañas, seleccionando el camino de un extravío que en lugar de borrar alguna mala experiencia, cada día lo aprisiona más cuando el sentimiento ofendido constriñe el corazón y la mente.
Está sometido a sus sentidos y me da la impresión de que son indiferentes a la actitud del ser humano que goza con la miseria y el abuso. Se sumerge en sus sueños y en aventuras donde a ratos es el campeón en esta batalla por la vida.
Cuando concluye la estridencia diurna toma como cama la banqueta y de almohada las paredes, pero no alcanza a apagar las luces de las estrellas “que siempre miran hacia abajo”.
Me da la impresión que prefiere al oro del albañal a la orden de cegar las existencias para inmolar a seres inocentes. Prefiere la mirada con desdén, que los malos recurrentes, los motores recientes, los abrigos de mink teñidos con la sangre del hermano. Su mirada es nostálgica, triste, y su desesperación rebasa las voces que lo envían a trabajar y se convierta en ciudadano de provecho. Se hace sin ninguna introspección, pues está ante un ser humano que no conoce de convencionalismos, ni del que dirán, ni del que enjuicia a su hermano pero no alcanza a quitarse el barrote que traen en el ojo.
Pasa un día y otro también. El sol calienta más que nunca y sus ardores piden para mezclar un poco de alcohol con refresco helado.
Personalmente me acuso de haberle expresado alguna vez que buscara trabajo. Después reflexioné y arribe a una conclusión irónica: Cuantos hay que nunca trabajaron y que por azares del destino y políticas chirrioneras, los pusieron en el cofre del tesoro lo que les ha permitido las casas grandes y las casas chicas, las bebidas de lujo, aunque el coñac también emborracha, pero a esos no se les dice ebrios o miserias de la vida, sino señores que gustan de la alegría y a veces de adolescencias adelantadas.
Su actitud silenciosa lo eleva por encima del parlanchín que en más de las ocasiones quiere imponer su criterio aunque sepa en el fondo que no le asiste la razón.
Esos mismos, cuyos criterios sociales o políticos si es que así se les puede llamar, lo mismo les da acostarse con el diablo y levantarse rezando el padre nuestro. Esos que nunca se equivocan, que creen intuir en el horizonte, pero las flechas zigzaguean, porque el personaje en su inconciencia tiene en su poca fe que algún día podrá tocar el arcoíris. No envidia a nadie, no teme morir, porque tiene conciencia que la muerte es una consecuencia de la vida y que es la única conclusión inequívoca hacia donde marchamos los buenos y los malos, los listos y los pendejos, los ignorantes y los pseudointelectuales.
Todas esas cosas pensé y me dije: A su modo es feliz. No haciéndole daño a nadie seguramente tiene ganado el cielo. ¡MEJOR ME QUEDO CON EL EBRIO!
La frase de hoy es de Antonio Plaza: “A la guerra no vayas, Andrés, porque vale más el humo de un cigarrillo, que el humo de cien batallas”.
-Antonio Plaza. La voz del inválido-