Ahí está un hombre de alma sencilla, alto y elegante. Él es Élmer Mendoza, escritor sinaloense, que ha venido a estas tierras de la otrora Antigua California para impartir un taller de novela policiaca. Su género literario por excelencia.
Quien lo lee se sumerge en el texto literario, atrapándose tanto en una silla negra de pálida madera como un sublime trono en lo alto del universo de la imaginación. Una libreta roja a manera de escudo lo acompaña, que lo conecta y protege de los mundos que recrea, con ella atrapa el tiempo apuntando y desapuntando garabatos. Te hace voltear por el hombro para que dibujes entre las sombras la silueta del hombre. Te invita a anochecer con sus relatos, estimulando la imaginación al recrear los perfiles de los casos más insólitos, a la usanza de aquellos periodistas intrépidos de la nota roja. Incluso de los detectives misteriosos y legendarios que te aprisionan con el fino detalle. ¿Será que es él mismo su propio Zurdo Mendieta? ¿O nuestro añorado Ramón Elizondo Almeida, el hombre de la texana y la Lugger al cinto?
No sé; sólo sé que este hombre tiene ya una fama mundial. Su obra se lee en diez idiomas. Está aquí, frente a mi mesa. Es un acontecimiento invaluable.
Primer día de clases: me presento. “Bienvenido, Jesús”. Me extiende su mano. Un saludo. Y después me comparte: “Puedes tomar café y pastel.”
Cuatro días al máximo. Días largos. Cinco horas de enseñanzas, de sesionar y de explotar al que sabe de este oficio. Uno aprende del maestro con sólo escuchar. Bajo los reflectores y miradas inquisitivas intenta, en el paraíso calisureño, que esos veinte alumnos capten la esencia del género en el que el navegará otros veinte años buscando su Dorado, su Cálida Fornax, catres de oro, leche y miel. La buena vida, a la que hoy accedió con sus múltiples obras, donde él, en la casaca del Zurdo, recrea a los miles de lectores con hazañas y vicisitudes.
En los recesos pide a Siri, de su iPhone, que lo comunique y atiende pendientes. Después, saboreando un café negro, se sume en largos pensamientos. Otra vez a la carga. Revisa capítulos de los escolapios.
Leo el mío y le aclaro: “Siento una herejía leerle a un personaje de su talla”, le sale un asomo de sonrisa.
Usa un chaleco verde, fino. Zapatos negros bien lustrados. Apunta cada detalle de sus clases en una pequeña libreta roja. Nos habla por nuestros nombres. Eso me halaga.
Nos pone hacer ejercicios a cada rato. Los escucha con atención. Nos da las fórmulas para la escritura y la lectura. Tiene oído fino; y la paciencia de Job.
El tercer día me lo topé cerca de la puerta. “¿Desde qué edad le gustó leer, maestro?” “Desde siempre”, contesta. Se va. De inmediato retorna y añade: “me gusta leer desde el día que aprendí”.
Cuatro días se fueron como agua. El maestro Élmer se va. Estará estos días en Puerto Rico, después en Madrid y en Londres. De este último lugar casi a principios de junio estará otra vez en La Paz a continuar otra parte del taller.
Es un ciudadano del mundo. Viaja y comparte.
Se despide de nosotros por la noche del jueves en la presentación de su libro Besar al detective.
Alguien conocido nos ubica desde lejos y pregunta con señas: “¿Y eso?” “Acompañando al maestro”, respondo.
Así se imprime en mi memoria la vívida experiencia de un hombre sublime de libreta roja, que promete abrir de nuevo su baúl de escritor a quien decida aproximarse.